X veía, parado en la estación de camiones, aquel departamento, que se dejaba ver a través de las persianas abiertas. La luz de la habitación era tenue, y de la pared lateral colgaba un cuadro bastante grande, que visto desde el ángulo donde lo apreciaba X, era imposible de distinguir.
Pero lo que siempre veía X con gran interés era a aquella joven, de cabello café oscuro que se enroscaba en finos rizos; a pesar de la altura y la distancia, sus brillantes ojos azules destellaban como la luna reflejada en el mar. De una belleza que rayaba lo intrépido, aquella joven siempre mantenía las cortinas y persianas abiertas, que permitían la vista hacia la avenida, o más bien, hacia la parada de camiones.
A veces, X no tomaba el camión inmediato, y no porque fueran llenos de gente, sino que se quedaba ahí parado, observando cada movimiento de Regina. Sabía su nombre, sus costumbres, gustos, a lo que se dedicaba, todo, como si la conociera de toda la vida. Sin embargo, ni siquiera habían cruzado palabras entre los dos.
Porque X era el espía único. El espía guardián. El espía que en ocasiones abandonaba la oficina por seguir a Regina a todos lados: la escuela, trabajo, compras… era el espía indetectable. Así, tenía un registro de todo lo que le agradaba y molestaba a la mujer.
La primera vez, la vio en el mismo lugar donde él estaba en ese momento. Alzó la mirada, y encontró en aquella ventana a la mujer más enigmática que había conocido. De facciones limpias, claras, de mirada fija, se veía siempre sola, triste… desde aquel día, X se propuso conocerla, pero no de la manera como había terminado de hacerlo. Había planeado ir a aquel edificio, subir al tercer piso, con el número 1150 y tocar la puerta:<< Hola, soy X, y quiero invitarte un café, a cenar, al cine, a donde tú quieras, pues, sabes, quiero conocerte>>. Sí, sonaba descarado, pero X no era nada tímido; era una persona muy intuitiva, seguro de sí mismo: siempre obtenía lo que quería. Así, había asegurado un buen puesto, elogios por parte de su jefe… en sus épocas de colegio, reconocimiento de profesores y respeto de sus compañeros… pero en los terrenos del amor, era el peor. Amores vacíos, tristes y conflictivos lo seguían con una demasía excesiva.
En la oficina, mentía de un amor que sólo existía en su cabeza. Era Regina. Presumía de varios años de felicidad y dicha, obviamente nunca la había llevado con él a reuniones, comidas, cenas ó eventos de la empresa, en cambio, las excusas estúpidas suplían a la invisible, a la imaginaria.
-De seguro, que tu novia es tan fina que ni se junta con tipos como nosotros- le dijeron una vez-. No es eso, sólo que Regina se sentía mal, ya sabes, trabaja y estudia tanto…no sé que voy a hacer cuando el teatrito se me caiga por completo…me veré como un imbécil, nadie me creería nunca…-ya van tres veces que dices lo mismo-reclamó una de las secretarias, mientras tomaba de su cerveza, en un día de ésos, cuando iban al bar acostumbrado- tarada, cállate, ni novio tienes, pinche gorda, ni quien te quiera-.En fin, qué se te va a hacer-hipó el tipo que había iniciado el tema.
Cuando el tema se iba haciendo recurrente entre ellos, X pensó actuar de inmediato. No soportaba recordar los comentarios: …carcajadas……más carcajadas…pero el era un cobarde, y los comentarios eran cada vez más burlones, hirientes, y lo único que provocaban era furia y desconfianza en sí mismo; además, sus tiempos de espía se volvían desesperados, la buscaba y seguía con más frenesí, con urgencia, con motivo de hablarle, pero…
El impedimento eran sus ojos, que se tornaban más azules, negros, verdes, de miel, su mirada cambiaba con el color, el impedimento era su pelo que se volvía cada vez más irresistible, el impedimento era su cuerpo, camino sinuoso y misterioso, tan extraño que costaba trabajo acercarse, el impedimento era su soledad de piedra, el impedimento era su silencio marcado por sus pasos lentos. Su intención murió con su primera mirada, sí, la primera que se cruzaba por fin entre los dos, ahí, en su café favorito, ella, del otro extremo del lugar. Eso era el primer indicio que marcaba su existencia, y sí, también la primera sonrisa que se dirigía a él y que lo cubría con una gloria infinita, mortal; así siguieron cruzando miradas, sonrisas, palabras sin hablar, conversaciones enteras disueltas en una telequinesis etérea e invisible que inundaba todo el lugar.
Entonces, cuando ella salió del café, la siguió. Regina lo notó. Iba camino a su departamento. A pesar de haber sido detectado, y de que estaba siendo seguida por un desconocido, se volvía para verlo, cada vez con una sonrisa. La imaginación de X entonces se despegó, y fue a dar a una escena de ellos dos solos, siendo felices, viviendo en un mismo lugar, compartiendo una vida hasta la muerte; por qué no, hijos pequeños a su alrededor, una linda casa, en fin, una dicha que no era imposible de alcanzar.
Cuando se dio cuenta, subía por las escaleras que conducían a su pieza. Las escaleras eran negras y de espiral, con poca luz. Contó los tres pisos, llegaron al 1150, la puerta se abrió sola, y la oportunidad perfecta apareció.
Cuando X entró, vio a Regina sentada, en una mecedora, leyendo. A su lado había una cuna de terciopelo negro. De repente, notó que las paredes eran blancas, y que no había ningún mueble, a excepción de la mecedora y la cuna. Al fondo, una ventana emanaba una luz que se amplificaba con la blancura de la habitación, volviéndola de una pureza intimidante. Fue cuando Regina se percató de su aparición, y unos ojos en completa oscuridad lo miraron, una mirada tan terrible, tan aprisionadora, que X no la pudo aguantar.
La luz se intensificaba, y ella se acercaba, con su vestido de velo negro, y una desilusión se apoderó de él; notó que sus ojos tenían una rara sensación macabra, vacía y penetrante… sus manos, delgadas y pálidas, alcanzaron sus hombros y subieron hasta su cuello, aferrando las uñas a la piel.
X intentó despegarse. Forcejeó todo lo que pudo, pero Regina no lo soltó. La luz era ahora tan intensa, que lo único visible era la negrura de los ojos de esa mujer y la sangre que corría por el cuello de X, la sangre que le succionaba la vida, y que lo llevaba a una profunda agonía.